La salvación estatal: Cómo el gobierno se ha convertido en el verdadero enemigo del progreso



En la actualidad, muchas personas siguen aferradas a la idea de que el gobierno es la solución a sus problemas, especialmente en lo que respecta a las cuestiones económicas. Sin embargo, a medida que observamos la realidad detrás de las promesas de bienestar y justicia social, nos damos cuenta de que el verdadero obstáculo para el progreso no es la falta de intervención estatal, sino todo lo contrario: es el propio Estado quien, con su tamaño y su poder desmesurado, está frenando el crecimiento económico y limitando las posibilidades de desarrollo personal.

Es fácil dejarse seducir por la narrativa del gobierno como protector, garante de derechos y promotor del bienestar social. Las campañas políticas están repletas de promesas que apelan a las emociones de los ciudadanos, asegurando que la solución a sus problemas radica en la intervención estatal. Sin embargo, esta visión no toma en cuenta el costo real que representa para la sociedad el mantener un aparato gubernamental gigantesco, que no solo consume enormes cantidades de recursos, sino que, en muchos casos, genera ineficiencias y distorsiona los mercados. Y es aquí donde se revela la trampa: las promesas de justicia social y bienestar vienen con un precio que muy pocos logran ver, pero que todos terminan pagando.

En Colombia, por ejemplo, el gobierno ha prometido mejoras en sectores clave como la educación y la salud, dos áreas que sin duda son fundamentales para el bienestar de la población. Sin embargo, cuando analizamos cómo el Estado gestiona estos sectores, nos encontramos con que los resultados están lejos de ser los esperados. La salud pública enfrenta colapsos constantes en sus infraestructuras, y la educación, aunque accesible, no siempre ofrece la calidad necesaria para preparar a los estudiantes para el mundo laboral. A pesar de ello, los ciudadanos siguen pagando altos impuestos para financiar un sistema que no les está devolviendo lo que realmente necesitan. Aquí radica la gran contradicción: el gobierno promete mejorar la vida de las personas, pero lo hace a costa de encarecerla. 

Si pensamos en la vida cotidiana de cualquier ciudadano, resulta evidente que las personas ajustan su presupuesto en función de sus ingresos. Si alguien quiere vivir en un mejor apartamento o comprarse un automóvil nuevo, tiene que evaluar si sus ingresos lo permiten o si necesita trabajar más para obtener esos bienes. Pero el gobierno no parece seguir esta lógica. En lugar de gastar de acuerdo con lo que tiene, aumenta su presupuesto a través de reformas tributarias que terminan afectando directamente el bolsillo de los ciudadanos. No importa si la economía está en crisis o si el país atraviesa momentos difíciles: el gobierno seguirá creciendo, aumentando su alcance, imponiendo más impuestos y regulaciones, porque siempre cuenta con un recurso inagotable, el dinero de los contribuyentes.

Esto nos lleva a una de las grandes falacias que han sido aceptadas por la mayoría de las sociedades: la idea de que el Estado es un ente productor de riqueza. Nada más lejos de la realidad. El gobierno no produce riqueza; lo único que hace es redistribuirla, y lo hace de manera ineficiente. Cualquier bien o servicio que el Estado ofrece tiene un costo mucho mayor que si fuera proporcionado por el sector privado. Esto se debe a la falta de competencia y a los altos niveles de burocracia que acompañan a cualquier iniciativa estatal. En lugar de buscar formas eficientes de gestionar los recursos, el gobierno se ve atrapado en un ciclo de gastos excesivos que no produce resultados concretos para la población.

El ciudadano promedio rara vez se da cuenta de estas distorsiones. En lugar de cuestionar por qué los precios de los productos y servicios son tan altos, culpa a factores externos, como las empresas privadas o el mercado global. Sin embargo, gran parte de esos altos precios se deben a la intervención estatal, que con regulaciones, impuestos y controles, eleva el costo de vida de manera constante. Por ejemplo, en Colombia, los altos impuestos sobre el consumo, como el IVA, encarecen todos los productos, desde los alimentos hasta los electrodomésticos. Cada vez que el gobierno introduce una nueva reforma tributaria, el ciudadano pierde poder adquisitivo, pero rara vez lo asocia directamente con la intervención del Estado. En cambio, sigue creyendo que el gobierno está allí para protegerlo, sin darse cuenta de que, en realidad, es el propio Estado quien está creando las condiciones para que la vida sea cada vez más costosa.

Es en este contexto donde debemos plantearnos una pregunta fundamental: ¿hasta qué punto queremos que el gobierno intervenga en nuestras vidas? Porque cuanto más poder le demos al Estado, menos libertad tendremos para tomar nuestras propias decisiones. La idea de que el gobierno debe garantizar ciertos derechos, como la educación o la salud, suena bien en teoría, pero en la práctica significa ceder una parte significativa de nuestro control personal a una entidad que no siempre actúa en nuestro mejor interés. ¿No sería mejor que los ciudadanos tuvieran la libertad de elegir los servicios que más les convienen, en un mercado donde la competencia redujera los costos y mejorara la calidad?

Este es el verdadero desafío: romper con la narrativa dominante que presenta al Estado como el salvador de todos nuestros males. Porque mientras sigamos creyendo que el gobierno es la solución, nunca entenderemos que, en muchos casos, es el propio gobierno el problema. No se trata de eliminar completamente el Estado, pero sí de reducir su tamaño y su influencia, permitiendo que el mercado y los ciudadanos sean los que determinen cómo organizar sus vidas. Al final del día, la verdadera libertad no se encuentra en la intervención estatal, sino en la capacidad de cada individuo para tomar sus propias decisiones, para elegir cómo gastar su dinero y para definir su propio camino hacia el éxito.

En conclusión, es hora de desafiar el mito de la salvación estatal. En lugar de aceptar ciegamente las promesas de bienestar y justicia social, debemos ser conscientes del verdadero costo que implica mantener un aparato gubernamental tan grande. Los problemas económicos que enfrentamos no se resolverán con más intervención estatal, sino con menos. Es momento de devolver el poder a los ciudadanos, de permitir que el mercado funcione de manera libre y de dejar atrás la creencia de que el gobierno siempre tiene la respuesta. Porque, en realidad, el gobierno no es la solución, sino el verdadero obstáculo para el progreso.

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