¿Por qué el capitalismo de amigotes está frenando a Colombia?


El crecimiento económico en Colombia ha dejado de ser una realidad palpable para la mayoría de los ciudadanos. Aunque las cifras macroeconómicas a veces muestren cierta recuperación, el día a día cuenta una historia muy distinta. Las promesas de desarrollo y bienestar, tan a menudo repetidas por los políticos, parecen haberse convertido en una burla para quienes luchan por salir adelante en un sistema donde, paradójicamente, el “capitalismo” ha sido secuestrado por un monstruo mucho más peligroso: el capitalismo de amigotes.

En teoría, el capitalismo debe fomentar la competencia, premiar la innovación y permitir que aquellos que se esfuercen y asuman riesgos sean los que prosperen. Sin embargo, en Colombia hemos sido testigos de cómo este ideal ha sido distorsionado hasta convertirse en una caricatura. El verdadero capitalismo de libre mercado, en el que las reglas son iguales para todos, ha sido reemplazado por un círculo cerrado donde solo unos pocos privilegiados tienen acceso a los beneficios. Estos “elegidos”, con conexiones políticas y favores mutuos, se aseguran de que los grandes contratos y las oportunidades más lucrativas nunca estén disponibles para los demás, atrapando a la mayoría de los ciudadanos en una espiral de pobreza y falta de oportunidades. Este sistema no solo traiciona los principios del libre mercado, sino que perpetúa la desigualdad, creando una sensación de desesperanza que alimenta un ciclo vicioso de dependencia estatal.

Lo más preocupante es que este capitalismo de amigotes, lejos de ser un error accidental, ha sido cuidadosamente cultivado por las mismas personas que denuncian los males del capitalismo. Políticos populistas, desde sus cómodas posiciones, culpan a los empresarios y al mercado de la pobreza y la desigualdad, pero omiten mencionar que ellos mismos son parte integral de este sistema corrompido. Son ellos los que se benefician de las redes de favores, del acceso privilegiado a los recursos del Estado y de la manipulación de las reglas del juego. Mientras tanto, el ciudadano común queda atrapado en un sistema que no le ofrece las herramientas ni la libertad para prosperar. En lugar de reconocer que la intervención estatal y el favoritismo son los verdaderos culpables, se sigue perpetuando la falsa narrativa de que el capitalismo es el problema.

Pero la realidad es que lo que padecemos en Colombia no es un exceso de capitalismo, sino un déficit de libre mercado. El verdadero capitalismo premia a quienes toman riesgos y generan valor, no a quienes tienen conexiones políticas. Sin embargo, aquí, los emprendedores se encuentran con un entorno hostil, lleno de barreras burocráticas que no solo complican la creación de empresas, sino que también las asfixian una vez en funcionamiento. Abrir un negocio en Colombia es una odisea que solo aquellos con los recursos adecuados pueden superar. Las regulaciones son interminables, los trámites absurdos, y el Estado, en lugar de facilitar la innovación, parece estar diseñado para sabotear cualquier intento de emprendimiento independiente.

En lugar de fomentar la creatividad y la innovación, lo que debería ser un espacio para el desarrollo se convierte en un campo minado de obstáculos. Para muchos emprendedores colombianos, el panorama no es esperanzador: se ven enfrentados a impuestos elevados, costos de formalización exorbitantes y una maraña de requisitos legales que hacen que emprender sea una tarea desalentadora. Mientras tanto, los empresarios cercanos al poder sortean estas dificultades con facilidad, gracias a las regulaciones hechas a medida que les permiten eludir las barreras que sofocan a la competencia. Este amiguismo no solo es injusto, sino que perpetúa una economía de castas, donde el éxito no depende de la habilidad o el esfuerzo, sino de las conexiones.

No es casualidad que muchos negocios pequeños no sobrevivan más allá de los primeros años de operación. El favoritismo y la falta de justicia agravan esta situación. En un sistema donde los grandes empresarios tienen acceso preferencial a contratos públicos y a la protección de un sistema judicial lento y corrupto, los pequeños empresarios quedan a la deriva. La justicia, lejos de ser imparcial, se convierte en una herramienta que favorece a los poderosos. Los grandes desfalcos se resuelven con penas mínimas o acuerdos favorables, mientras que los pequeños empresarios son duramente castigados por infracciones menores. En un ambiente donde la justicia no protege al ciudadano común, la confianza en el sistema se erosiona rápidamente.

Es fácil ver cómo esta combinación de burocracia, favoritismo y corrupción está desangrando a Colombia. Los ciudadanos, cansados de promesas incumplidas, se enfrentan a una realidad en la que el Estado, en lugar de ser un facilitador del desarrollo, se ha convertido en un obstáculo permanente. Pero la solución no pasa por más intervención estatal. De hecho, la intervención estatal ha sido parte del problema desde el principio. Cada nueva regulación, cada nueva ley que supuestamente busca proteger a los ciudadanos, ha terminado favoreciendo a aquellos que ya tienen poder y recursos, dejando a la mayoría más desprotegida que antes.

Lo que necesitamos en Colombia no es más intervención, sino más libertad. Libertad para emprender sin las cadenas de la burocracia estatal. Libertad para competir en igualdad de condiciones, sin que los privilegios políticos dicten quién prospera y quién fracasa. Libertad para vivir en un sistema donde la justicia no esté al servicio de los poderosos, sino de los ciudadanos. Solo cuando logremos desmantelar este sistema de amiguismo y privilegios, podremos ver un verdadero progreso.

El sistema de salud es un ejemplo perfecto de esta realidad. A menudo se argumenta que el Estado debe asumir el control total para garantizar cobertura universal y calidad, pero la experiencia muestra que los sistemas centralizados no solo son más ineficientes, sino también más costosos. El ciudadano termina pagando más por servicios de peor calidad. Y mientras tanto, los políticos siguen utilizando el discurso del “bien común” para justificar más intervención, cuando en realidad están profundizando la dependencia de la población en el aparato estatal. Esta dependencia perpetúa un ciclo de pobreza y falta de oportunidades que solo beneficia a los mismos de siempre: los amigos del poder.

Los colombianos, sin saberlo, han sido arrastrados a un sistema en el que cada aspecto de sus vidas está controlado por un Estado que crece sin control. Desde la educación hasta la salud, pasando por el trabajo y el emprendimiento, todo está sujeto a las decisiones de un aparato burocrático ineficiente que, lejos de fomentar el desarrollo, lo inhibe. La narrativa predominante nos dice que necesitamos más Estado para lograr justicia y equidad, pero la realidad es que el crecimiento del Estado ha sido la causa principal de la desigualdad y la falta de progreso.

El verdadero progreso no se consigue ampliando el tamaño del gobierno, sino reduciendo su intervención. No podemos seguir atrapados en un sistema donde el éxito depende de a quién conoces en el gobierno o cuántas regulaciones puedes eludir. Colombia tiene el potencial para ser un país próspero, pero para lograrlo debemos recuperar nuestra libertad. Sin libertad para emprender, competir e innovar, no hay futuro. No podemos esperar que el Estado nos saque de la pobreza cuando ha sido precisamente el crecimiento del Estado lo que ha creado esta trampa. Es hora de desmantelar el sistema de privilegios y amiguismos que ha frenado el desarrollo de Colombia. Sin libertad, no hay progreso.

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