Bienpensantes: El espejismo del Estado Como salvador



En una nación como Colombia, donde los problemas estructurales parecen multiplicarse a cada nuevo ciclo político, es común que surjan voces que, con la mejor de las intenciones, intentan diagnosticar y proponer soluciones. Estas voces, frecuentemente provenientes de los llamados bienpensantes, elaboran análisis detallados sobre las fallas del sistema, la corrupción rampante, la desigualdad social y la ineficiencia de las instituciones. Estas observaciones, en su fase inicial, suelen resonar con precisión. Señalan la inoperancia del Estado en sectores clave, critican el mal manejo de recursos y exponen los vicios de una clase política que, más que servir al pueblo, parece haber perfeccionado el arte de servirse a sí misma. Hasta aquí, todos estamos de acuerdo. Pero la verdadera paradoja emerge cuando estos bienpensantes, luego de describir con claridad la ineficacia del Estado, proponen como solución más Estado, más burocracia, más intervención y un mayor control centralizado.  

Es sorprendente cómo, una y otra vez, esta contradicción se presenta sin que la mayoría lo note. En Colombia, un país que ha vivido décadas de intentos fallidos de intervención estatal en distintos sectores, la idea de que el problema del Estado se soluciona con más Estado debería sonar absurda. Sin embargo, esa propuesta persiste, repitiéndose como un mantra que nunca parece cuestionarse con suficiente profundidad. Es la promesa de un Leviatán estatal, un ente supuestamente eficiente y todopoderoso que, si se le dota de los recursos necesarios, logrará resolver todos los problemas. La realidad, no obstante, pinta un panorama muy distinto. La burocracia, cuando se expande sin control, no solo perpetúa la ineficiencia, sino que la institucionaliza.

Tomemos como ejemplo las recurrentes crisis en la infraestructura colombiana. Año tras año, los gobiernos destinan enormes sumas de dinero para la construcción de vías, puentes y otros proyectos que, en teoría, mejorarán la conectividad y dinamizarán la economía. Pero, ¿cuál es el resultado? Proyectos que se dilatan durante años, con sobrecostos monumentales, y en muchos casos, obras que nunca se terminan. Los bienpensantes, ante este escenario, diagnostican correctamente la corrupción, la falta de gestión y la ineficiencia administrativa. Pero luego, en un salto ilógico, proponen más recursos para las mismas instituciones que han fallado. No ven, o eligen no ver, que el problema no es la falta de fondos, sino la propia estructura estatal, diseñada para proteger a quienes la gestionan en lugar de servir a los ciudadanos.

Esta desconexión entre diagnóstico y solución es un patrón recurrente. En Colombia, se observa también en la administración de programas sociales. Cada nueva administración llega con la promesa de eliminar la pobreza, de nivelar el terreno para los más vulnerables y de reducir las brechas de desigualdad. Sin embargo, estos programas, a pesar de la ingente cantidad de recursos que absorben, rara vez logran sus objetivos. De hecho, con frecuencia se convierten en focos de corrupción y clientelismo. Los bienpensantes, en su análisis, reconocen estas fallas, pero su solución es siempre más intervención. Nuevamente, más Estado. No importa que el sistema esté podrido desde dentro, la solución, en su mente, es seguir alimentándolo.

Lo más preocupante es cómo esta lógica de intervención estatal desmedida no solo perpetúa la ineficiencia, sino que también genera una peligrosa dependencia de los ciudadanos. En lugar de fomentar la autonomía y la responsabilidad individual, el crecimiento del aparato estatal refuerza la idea de que el Estado es el único capaz de resolver los problemas. Esto crea una sociedad que, en lugar de innovar y buscar soluciones desde la comunidad o el sector privado, espera con los brazos cruzados a que el gobierno haga lo que ellos no pueden. Y mientras tanto, los problemas se acumulan, se agravan y la frustración social crece.

El caso del sector energético es otro ejemplo claro. Durante décadas, Colombia ha dependido en gran medida de empresas estatales para la producción y distribución de energía. Estas empresas, en lugar de ser motores de desarrollo, han sido escenario de múltiples crisis de gestión. Las tarifas suben, los apagones se multiplican y los servicios se deterioran, mientras los responsables señalan con el dedo a factores externos: la sequía, el cambio climático, la globalización. Lo que rara vez se menciona es que la ineficiencia estructural del Estado para gestionar estos recursos es la verdadera causa de estos problemas. Pero, nuevamente, los bienpensantes claman por más inversión estatal, como si inyectar más dinero en un sistema roto fuera a solucionarlo. Ignoran la lección fundamental de la economía: un sistema que no está sujeto a la competencia nunca será eficiente, porque no tiene incentivos para mejorar.

Esta situación refleja una ceguera intelectual que parece haber infectado a gran parte del discurso público en Colombia. Los bienpensantes creen que el Estado es un ente neutral, que puede ser perfeccionado si se le dota de las herramientas adecuadas. Pero lo que no entienden, o prefieren ignorar, es que el Estado, como toda estructura de poder, tiende a corromperse y a volverse ineficiente cuando no está sometido a los límites naturales que impone la competencia. En una economía de mercado, las empresas que no son eficientes desaparecen. En el Estado, las instituciones que fallan son recompensadas con más presupuesto, perpetuando así un ciclo de fracaso y dependencia.

El problema central radica en la naturaleza misma del poder estatal. Cuanto más crece el aparato burocrático, más propenso es a generar corrupción y clientelismo. Esto no es una cuestión de mala fe por parte de quienes gestionan el Estado, sino una característica inherente a su diseño. Los tecnócratas, por más brillantes que sean, no pueden gestionar eficientemente los recursos de millones de personas desde una oficina central. La información es dispersa, las necesidades son cambiantes y las soluciones que funcionan en una región pueden no ser aplicables en otra. En este sentido, la descentralización y la reducción del tamaño del Estado no son solo una cuestión de eficiencia, sino también de justicia.

En lugar de seguir apostando por un Estado cada vez más grande y omnipresente, Colombia debería comenzar a explorar alternativas que fomenten la libertad individual y la competencia. El mercado, aunque imperfecto, ofrece una serie de mecanismos que permiten ajustar la oferta y la demanda de manera más rápida y eficiente que cualquier burocracia centralizada. En lugar de depender de las promesas de políticos que aseguran tener la solución a todos los problemas, los ciudadanos deberían tener la libertad de buscar sus propias soluciones, ya sea a través del emprendimiento, la innovación o la organización comunitaria.

Es aquí donde los bienpensantes fallan en comprender la esencia de la libertad. Creen que el Estado, con suficientes reformas, puede ser un agente de cambio positivo, pero no entienden que la verdadera libertad solo puede florecer cuando el Estado limita su intervención a lo estrictamente necesario. Solo entonces los individuos pueden tomar las riendas de su destino, sin la constante interferencia de una burocracia que, en su afán por controlarlo todo, termina asfixiando cualquier intento de innovación o progreso real.

La realidad es que el Leviatán estatal, lejos de ser un salvador, se ha convertido en el mayor obstáculo para el desarrollo de Colombia. Mientras sigamos creyendo que la solución a nuestros problemas radica en más Estado, estaremos perpetuando un ciclo de ineficiencia, corrupción y dependencia. Es hora de replantear nuestra relación con el poder y comenzar a devolver la responsabilidad a quienes realmente tienen el poder de cambiar las cosas: los ciudadanos.

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