Expansión Estatal: La Farsa de la Intervención Gubernamental



En una sociedad donde la intervención gubernamental parece haberse convertido en la norma, la narrativa que rodea al rol del Estado en nuestras vidas se ha convertido en un mito difícil de desarraigar. Pase lo que pase en política, el gobierno sigue creciendo, y aunque las razones para este crecimiento son justificadas a menudo bajo la promesa de estabilidad económica y protección social, la realidad detrás de esta expansión es mucho más oscura. El gobierno no crece porque sea necesario; crece porque es conveniente para quienes detentan el poder. Y este crecimiento no es neutral, no es inofensivo: tiene un costo muy real, tanto en términos económicos como en la erosión de nuestras libertades.

Imaginemos por un momento la vida cotidiana de un ciudadano común en Colombia. Se levanta temprano, con una rutina que lo lleva a trabajar muchas horas al día solo para asegurarse de que puede cumplir con sus obligaciones básicas. Sin embargo, casi sin darse cuenta, gran parte de su esfuerzo es desviado hacia los bolsillos del gobierno, a través de una miríada de impuestos, tasas y contribuciones disfrazadas de "mejoras" para la sociedad. Desde el IVA hasta el impuesto de renta, pasando por tasas de servicios y contribuciones municipales, es innegable que el ciudadano promedio está continuamente financiando un aparato estatal que rara vez parece devolverle algo de valor real.

El discurso oficial, por supuesto, nos asegura que todo este dinero que fluye hacia las arcas del Estado es esencial para mantener el bienestar general. Nos dicen que sin este flujo constante de recursos, el país se sumiría en el caos. Pero la pregunta que pocos se atreven a hacer es: ¿realmente se están utilizando estos recursos de manera eficiente? ¿Acaso el crecimiento gubernamental ha traído consigo una mejor calidad de vida para los ciudadanos? La respuesta, en la mayoría de los casos, es un rotundo no. Los hospitales siguen abarrotados, las escuelas públicas continúan con carencias básicas, y la seguridad sigue siendo un lujo en muchos lugares del país. Sin embargo, la burocracia continúa expandiéndose y, con ella, los gastos del gobierno.

Aquí es donde debemos cuestionar el mito de la intervención estatal. La narrativa predominante nos hace creer que más gobierno significa más soluciones. Pero, ¿cuántas veces hemos visto que las políticas intervencionistas logran exactamente lo contrario? Un ejemplo claro es el de las reformas tributarias que año tras año se implementan en Colombia. Bajo el pretexto de "modernizar" el sistema fiscal, lo que realmente se hace es cargar aún más a quienes ya sostienen la economía con su trabajo diario, mientras que los grandes conglomerados encuentran formas de evadir o reducir sus contribuciones. Este ciclo vicioso no solo sofoca la productividad, sino que crea una dependencia enfermiza del Estado, que se alimenta del esfuerzo de unos pocos para sostener un aparato que cada vez ofrece menos a cambio.

La expansión estatal no solo es económica; también es ideológica. Se nos ha inculcado la creencia de que el gobierno es el gran solucionador de todos los males sociales. Desde la educación hasta la salud, pasando por la seguridad, todo parece requerir más y más intervención del Estado. Pero en realidad, cuanto más interviene el gobierno, más nos aleja de las soluciones verdaderas. Tomemos, por ejemplo, el sistema educativo. Muchos libertarios ya han señalado que la educación se ha transformado en un mecanismo de adoctrinamiento ideológico, donde se priorizan las narrativas políticas por encima de las habilidades necesarias para enfrentar el mundo real. Y no se trata solo de una cuestión de teoría: esto tiene consecuencias directas para los jóvenes que salen al mercado laboral con títulos que pocas veces encuentran correspondencia en las demandas reales de empleo.

Imaginemos por un momento un mundo donde la educación no estuviera centralizada, donde el gobierno no decidiera qué es relevante y qué no. En este escenario ideal, los estudiantes tendrían la libertad de elegir programas que se alinearan con sus verdaderos intereses y necesidades, sin estar sujetos a currículos impuestos por burócratas distantes. Esto no solo fomentaría la innovación, sino que también crearía una competencia sana entre las instituciones educativas, lo que llevaría a una reducción de costos y, al mismo tiempo, a un aumento en la calidad de los programas. Pero esta visión descentralizada de la educación es impensable para el establishment, que necesita mantener su control sobre las mentes jóvenes para perpetuar su poder.

Sin embargo, no se trata solo de la educación. Este fenómeno se repite en todos los sectores donde el gobierno ha metido su mano. En la economía, por ejemplo, cada vez que el Estado interviene con nuevas regulaciones o impuestos, lo que realmente está haciendo es distorsionar el mercado. Esto no solo impide que los individuos tomen decisiones basadas en sus propios intereses y en las señales naturales del mercado, sino que también crea un entorno donde los grandes jugadores —aquellos que pueden permitirse navegar las complejidades burocráticas— son los únicos que prosperan. El pequeño empresario, el emprendedor que intenta crear algo nuevo, se ve aplastado por la carga regulatoria y fiscal.

En Colombia, este fenómeno se ve exacerbado por el corporativismo, una relación perniciosa entre el gobierno y las grandes corporaciones que excluye a los pequeños actores del mercado. En lugar de un mercado libre y dinámico, tenemos un sistema donde las decisiones económicas están moldeadas por intereses políticos y empresariales que poco tienen que ver con las necesidades reales de los ciudadanos. Esto crea una paradoja interesante: el gobierno, que se presenta como el protector de los más débiles, en realidad está protegiendo a las élites empresariales, garantizándoles privilegios que el ciudadano común jamás podrá alcanzar.

Y así volvemos al punto central: el mito de que el gobierno puede, y debe, resolver todos nuestros problemas. La realidad es que cada vez que el Estado se expande, cada vez que asume un nuevo rol en la economía o en nuestras vidas, nos está quitando la capacidad de actuar por nosotros mismos. Está erosionando nuestra libertad, no solo en términos económicos, sino también en nuestra capacidad para tomar decisiones significativas sobre nuestras vidas. El gobierno se ha convertido en un ente omnipresente que regula, supervisa y grava casi cada aspecto de nuestra existencia. Y, paradójicamente, cuanto más poder acumulamos en manos del Estado, menos control tenemos sobre nuestras propias vidas.

El camino hacia una verdadera estabilidad económica no pasa por más intervención estatal, sino por menos. Necesitamos un sistema donde las personas sean libres de tomar sus propias decisiones económicas, donde las empresas compitan en igualdad de condiciones y donde los ciudadanos no estén constantemente financiando un aparato burocrático que poco o nada les devuelve. La narrativa del establishment puede decir lo contrario, pero la realidad es clara: cuanto más grande es el gobierno, más pequeñas se vuelven nuestras libertades.

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