El espejismo de las políticas públicas: entre la teoría y la cruda realidad en Colombia


Vivimos en un mundo donde las políticas públicas son presentadas como la respuesta definitiva a los problemas sociales, como si desde la firma de un documento o la proclamación de una ley todo pudiera transformarse mágicamente. Pero la realidad es otra, sobre todo en países como Colombia, donde las promesas políticas frecuentemente se estrellan contra la pared de la complejidad territorial y la desconexión entre las élites que gobiernan y la gente que sobrevive en la periferia. Es fácil diseñar una política pública que sobre el papel suene perfecta: la fórmula ideal para combatir la pobreza, mejorar la educación o garantizar la seguridad. Sin embargo, su implementación en un territorio tan fragmentado como el nuestro no es solo un desafío, sino un campo de batalla donde muchas veces la política se desvanece en un vacío de burocracia e indiferencia.

Cuando el Estado crea una política pública, ya sea con el propósito de mejorar la educación rural o garantizar acceso universal a la salud, en teoría busca el bienestar de sus ciudadanos. No obstante, hay una verdad incómoda que rara vez se discute: detrás de cada nueva política pública, se encuentra un ejército de burócratas y políticos que aseguran su permanencia en el aparato estatal. La creación de nuevas políticas no solo significa la posibilidad de atender necesidades, sino también de ampliar el tamaño del Estado, multiplicar las oficinas y abrir nuevas puertas al clientelismo. En un país donde la corrupción se filtra en cada rincón del sistema, no es raro que muchos de los recursos destinados a la aplicación de estas políticas nunca lleguen a su destino final, sino que se pierdan en las sombras de la ineficiencia y el desfalco.

Es aquí donde entran en juego los ciudadanos. Las decisiones que toman en su vida diaria no siempre coinciden con las expectativas del Estado. La política pública puede dictar una norma, pero no puede controlar la realidad de un agricultor que decide no inscribir a sus hijos en el colegio porque necesita manos para trabajar la tierra. El Estado puede imponer sanciones, establecer multas o crear campañas de concienciación, pero no puede obligar a una madre en un barrio marginal a elegir el hospital estatal sobre la medicina tradicional que ha conocido toda su vida. La vida real en Colombia está plagada de decisiones individuales que escapan al control estatal. No es una cuestión de desobediencia, sino de supervivencia. 

Es más, muchas veces estas políticas públicas, aunque diseñadas con las mejores intenciones, se convierten en una carga más para los ciudadanos. Pensemos en los elevados costos que supone garantizar "derechos" desde el aparato estatal. El sistema de salud, por ejemplo, es constantemente criticado por su ineficiencia, largas esperas y falta de atención adecuada. Mientras tanto, el sector privado ofrece mejores alternativas, pero solo para aquellos que pueden pagar. Y así, la intervención del Estado en sectores como la salud, la educación o la seguridad termina encareciendo servicios que, en un mercado competitivo, podrían ser accesibles a más personas por un costo menor.

Es en este contexto donde el ciudadano se encuentra atrapado en una paradoja. Por un lado, se le dice que el Estado está allí para proteger sus derechos y garantizar su bienestar. Pero por el otro, las políticas públicas a menudo resultan en más impuestos, más regulación y menos libertad económica. El ciudadano promedio no puede evitar sentirse abrumado. No puede acceder a más bienes y servicios porque los precios son artificialmente elevados por el Estado en su intento de garantizar lo que llama "derechos". Y en el proceso, ese mismo Estado se vuelve más pesado y costoso, alimentado por los impuestos de aquellos que ya luchan por mantenerse a flote.

Este ciclo de intervención estatal y fracaso en la ejecución se repite una y otra vez. Los políticos prometen cambios desde sus campañas, creando políticas que aseguran una solución mágica para los problemas de la nación. Sin embargo, el peso de mantener un aparato estatal en constante crecimiento recae sobre los hombros de los ciudadanos. Más impuestos, más deuda, más burocracia. Las políticas que debían liberar a la gente del yugo de la pobreza y la marginación terminan creando un yugo nuevo, uno económico y burocrático, que es aún más difícil de deshacerse.

Colombia es un país donde el territorio está marcado por desigualdades profundas. Las políticas públicas, muchas veces, ignoran esta diversidad y buscan aplicar soluciones homogéneas a problemas que son heterogéneos por naturaleza. Las necesidades de un campesino en La Guajira no son las mismas que las de un empresario en Bogotá, y aun así, el Estado pretende regular la vida de ambos con las mismas políticas. Es una ilusión creer que la política pública puede ser la respuesta universal. En realidad, su implementación está plagada de fallas, y el Estado no puede garantizar que estas políticas lleguen de manera efectiva a cada rincón del país.

La solución no está en más políticas públicas o en más intervención estatal. Lo que necesitamos es un replanteamiento del rol del Estado en nuestras vidas. En lugar de confiar ciegamente en que el gobierno resolverá nuestros problemas, debemos cuestionar si su constante intervención no está, de hecho, empeorando las cosas. La libertad económica, la competencia en el mercado y la reducción del tamaño del Estado son propuestas que deberían entrar en el debate público con mayor fuerza. Los ciudadanos no necesitan más políticas públicas que les digan qué hacer, sino más libertad para tomar decisiones por sí mismos.

Es hora de cuestionar las narrativas que nos han vendido durante décadas. La idea de que más intervención estatal es la respuesta a nuestros problemas ha demostrado ser ineficaz. El Estado no puede garantizar que una política pública, por más bien diseñada que esté, se aplique de manera equitativa o eficiente. Al final, los ciudadanos son quienes pagan el precio, tanto en términos económicos como en términos de libertades individuales.

El verdadero desafío está en devolverle al ciudadano el control sobre su vida, su economía y sus decisiones. Dejar que la competencia y el libre mercado hagan su trabajo, permitiendo que los ciudadanos accedan a bienes y servicios a precios justos, sin la intervención de un Estado que promete más de lo que puede cumplir. En un país como Colombia, donde la realidad supera con creces la ficción de las políticas públicas, es hora de admitir que el gobierno, más que una solución, ha sido parte del problema.

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